En la primera mitad del siglo V a.C., el mundo ibérico comenzaba a despuntar y, con él, despuntaban también las primeras élites, enfrentadas por hacerse con el control de los recién fundados oppida y por configurar un nuevo paisaje político. Para ello emplearon una serie de herramientas que permitiesen explicar a sus iguales e inferiores por qué ellos y no otros debían gobernar sobre ese territorqio. Y estos grandes monumentos turriformes, con sus relieves y esculturas, fueron una de las vías más eficaces para ello.
La historia empieza en Pozo Moro
Hablar de los inicios del mundo ibérico exige referirnos al monumento turriforme de Pozo Moro. Descubierto en los años setenta del pasado siglo, su hallazgo y posterior publicación supuso un auténtico cambio de paradigma en el estudio del mundo ibérico en general y de su arquitectura monumental en particular. Por vez primera se excavaba un monumento ibérico en su contexto arqueológico, lo que ofreció una oportunidad hasta ahora inédita de reconstruir, datar y comprender la función de estas construcciones que hasta la fecha sólo estaban atestiguadas por escasos fragmentos descontextualizados.
Se daba a conocer así el monumento de Pozo Moro, emplazado en la actual Chinchilla de Montearagón (Albacete). En la antigüedad, este lugar era un enclave de gran importancia, pues supone el cruce entre dos de las principales vías de comunicación: la archiconocida Vía Heraklea con la Vereda Real que asciende desde la zona de Cartago Nova hasta el interior manchego siguiendo pozos de agua dulce. De hecho, uno de esos pozos se localizaba muy cerca del lugar de hallazgo del monumento y sería un importante recurso económico al situarse en una zona endorreica, sin otros puntos cercanos de aprovechamiento de agua. Además, desde este cruce parten otros caminos que conectan este lugar con varias necrópolis ubicadas en la zona de Albacete.
El monumento es un edificio con forma de torre conformado por uno o dos pisos –aún existen ciertas dudas sobre su montaje– que, asentados sobre un basamento escalonado y coronados por una estructura piramidal, pudieron superar los 10 m de altura. Se emplaza sobre una cama de cantos rodados que dibuja una piel de toro y se encuentra protegido por un murete de adobe a modo de témenos. Con un lenguaje arquitectónico e iconográfico de clara raigambre fenicia, cubría y señalizaba una tumba que, por los materiales del ajuar –en especial una copa griega de figuras negras del pithos painter– se ha datado hacia el 490 a. C.
Pero, lo más interesante del monumento para el tema aquí abordado son los relieves que presenta. No nos referimos, o no exclusivamente, a los leones que simbólicamente protegen el monumento desde sus esquinas, sino a los que configuran una secuencia narrativa. Aunque esta se conserve sólo de manera parcial, nos permite seguir las aventuras de un héroe.
Tras el relieve de la diosa terrible y con sus alas extendidas que recibe al espectador, estas hazañas se inician con el rapto del Árbol de la Vida. Ayudado por sus compañeros, huye de monstruos de varias cabezas que escupen fuego mientras carga con un árbol repleto de flores y pájaros. Se trata de una escena conocida y omnipresente en varias tradiciones míticas mediterráneas: el robo de una planta milagrosa, custodiada por monstruos a la que sólo los dioses pueden acceder.
En la siguiente cara, encontramos a un conjunto de seres repitilianos celebrando un banquete y a punto de devorar al héroe, cuyos restos están introducidos en un caldero. No obstante, no debe esto interpretarse como el triste final del personaje, sino todo lo contrario: es una muerte simbólica e iniciática. En el pensamiento ibérico, el hecho de ser devorado por seres suprahumanos –muy posiblemente, dioses– implica consagración y tránsito hacia un mundo más cercano a lo divino que a lo humano. El resultado de esta deglución transformadora, puede apreciarse en la siguiente escena. Allí el héroe aparece representado con gran tamaño, poderosa musculatura y portando una nueva y lujosa panoplia. Además, ya no huye de ese monstruo de varias cabezas que escupiendo fuego le acosaba en escenas anteriores; ahora le planta cara, lucha con él y, muy posiblemente le derrota.
La historia culmina con una escena de coito entre el héroe y un personaje femenino de mayor altura y sin pies: la diosa, a quien el héroe ha entregado el Árbol de la Vida, que queda a espaldas de ambos. De esta cópula, fértil y fecunda, nace el linaje de la élite gobernante, los descendientes de la diosa y el héroe.
Muy posiblemente este héroe era identificado con el personaje enterrado bajo el monumento. Curiosamente, su ajuar funerario incluía el asa de una jarra de bronce con la figura de un personaje desnudo que controla a las fieras con sus manos. Se trata de nuevo de una alusión al concepto de héroe fundador o civilizador, representado también en el interior de la tumba.
Otros monumentos del período ibérico antiguo
Aunque, con diferencia, es el mejor conocido de todos, el monumento de Pozo Moro no fue único. Diversos testimonios, que en ocasiones no pasan de algún sillar parcialmente conservado, informan de la existencia de edificios análogos en el sureste ibérico. Piezas archiconocidas como las esfinges de Bogarra, la bicha de Balazote o los baquetones de Llano de la Consolación son algunos ejemplos de ello, todos ellos procedentes del área albacetense. También en otros puntos del mundo ibérico, como el levante o Andalucía, parecen existir testimonios de monumentos que, aunque con morfología ligeramente distinta al de Pozo Moro, cumplieron funciones similares durante el Ibérico Antiguo (finales del s. VI a.C.- primera mitad del s. V a.C.).
Tal es el caso del que supone, junto a Pozo Moro, uno de los mejores ejemplos conocidos de esta etapa: el de Cerrillo Blanco (Porcuna, Jaén). Fechado en torno al 450 a.C., se trata del conjunto escultórico más espectacular del mundo ibérico. Las últimas investigaciones han permitido señalar que sus decenas de piezas en bulto redondo y altorrelieve decoraban distintos pisos de una estructura turriforme. Aunque con un lenguaje iconográfico distinto al caso albacetense, y mucho más cercano al mundo griego, el edificio narra, en orden ascendente, las hazañas o el “camino” de un héroe desde su infancia hasta su apoteosis.
Así pues, encontramos en los primeros pisos de la torre escenas relativas a su formación (caza menor y práctica del pugilato), seguidas de representaciones de la lucha a muerte contra sus iguales (la guerra). Sobre estas aparece la hazaña heroica que es también el robo del árbol de la vida, en este caso representado en forma de palmeta y protegido por temibles grifos a los que el héroe combate con sus propias manos. Es muy interesante señalar que en este combate, el personaje se ve apoyado por una serpiente que se enrosca en torno al grifo y muerde su costado. Completa el edificio la representación de los antepasados y de las divinidades, destacando una deidad femenina acompañada también de una serpiente. Entre ellos aparece un personaje masculino (quizá el héroe) que parece masturbarse y alude así a esa idea también presente en Pozo Moro: la fecundidad, el esperma heroico del que nacerá el linaje.
Más allá de la excelente calidad técnica y del desarrollo iconográfico, dos son las cuestiones que interesan sobre este monumento. La primera de ellas es que no se yergue sobre una tumba ibérica, sino sobre una tumba aproximadamente dos siglos anterior a la creación del monumento: un gran túmulo tartésico con varios enterramientos. Otro dato de interés es que todas estas esculturas se encontraron fragmentadas violentamente, pero cuidadosamente depositadas en el interior de una gran zanja cavada a pocos metros de donde se localizaba el emplazamiento del monumento. Emplazamiento situado en uno de los principales accesos al oppidum de Ipolka (Porcuna) que parece fundarse en estos momentos.
Guarda por tanto serias concomitancias iconográficas arquitectónicas y funcionales con Pozo Moro, y muy posiblemente con esos otros edificios peor conocidos. Son grandes torres, situadas en lugares visibles cuyos relieves narran el ascenso de un héroe. Pueden conceptualizarse por tanto como heroa, lugares de enterramiento y de culto a personajes heroicos, cuyas hazañas son conmemoradas en el edificio.
Sin embargo, en un momento de génesis social y política como es el Ibérico Antiguo, estos y sus relieves monumentos no sólo conmemoran y ensalzan al difunto, sino que justifican a los vivos. Son una poderosa herramienta con la que la clase dominante no sólo demuestra su poder, sino que manipula el pasado para justificar y generar las necesarias diferencias sociales que explican su posición.
La memoria heroica y la instrumentalización del pasado en el ibérico antiguo
Esa instrumentalización del pasado comienza con la identificación de los personajes enterrados bajo los monumentos. Quizá fueron personajes reales, que gozaron de poder en vida y heroizados tras su muerte, como parece ocurrir en Pozo Moro. Algo distinto es el caso de Cerrillo Blanco, erigido en el siglo V a.C. sobre una tumba del s. VII a.C. A falta de antepasados reales, la élite los buscó en una necrópolis tartésica y levantó el edificio sobre un gran túmulo. De esta manera, los personajes allí enterrados, aun sin vínculo real con los constructores del monumento, se convirtieron en sus antepasados heroicos y el gran túmulo tartésico en un verdadero heroon. Son claros ejemplos de cómo las élites construyen su pasado a través de relaciones de parentesco reales, pero divinizando al personaje fallecido, o ficticias, buscando arcaicas sepulturas a las que se honraba con nuevos monumentos.
Estos lazos de parentesco se enfatizan a través de la iconografía, donde se manifiestan claramente las ideas de linaje y de descendencia desde los héroes. No en vano, en Pozo Moro el héroe tiene sexo con la divinidad y en Cerrillo Blanco, este se masturba provocando que de su esperma fecundo nazca el linaje. Además, este último caso insiste en esa misma idea incorporando representaciones de los antepasados.
Otro concepto muy importante que transmiten ambos programas iconográficos es el de autoctonía, es decir, el ser originario de un lugar y no haber inmigrado desde otro, lo que justificaría la posesión de la tierra y el derecho a mandar sobre ella. Esta idea se representa a través de la serpiente, que en Cerrillo Blanco acompaña a la diosa y ayuda al héroe en su lucha contra los grifos. Este reptil, en el imaginario antiguo, se asocia a la autoctonía porque nace de las entrañas de la tierra y, como la serpiente, los héroes fundadores también brotan del suelo y/u ofrecen cuerpos de oficios. Es el caso, archiconocido y paradigmático, de Cecrópe, primer rey de Atenas, pero también de los dos personajes representados en Pozo Moro (¿quizá antepasados?) cuyos cuerpos serpentinos nacen de la tierra en la que hoza un jabalí bifronte.
Es decir, a través de la figura del héroe y del programa iconográfico, la élite lanza un poderoso mensaje a sus iguales y al resto de la población. Como descendientes del héroe y la diosa, sólo ellos podían gobernar sobre una tierra a la que siempre habían pertenecido y que, por extensión, siempre les había pertenecido. Con una narratividad necesariamente explícita, que no volveremos a encontrar en la escultura ibérica de siglos posteriores, estos mensajes quedan grabados en piedra sobre la superficie de impresionantes monumentos.
De hecho, la erección de estas grandes torres ya constituye toda una muestra de poder de la élite y es otra de las maneras en que se instrumentaliza la memoria heroica. No sólo porque la construcción implica unos recursos materiales y productivos al alcance de muy pocos, sino también porque semantizan el paisaje. La elección del emplazamiento de estas construcciones es importante: no aparecen en necrópolis, en sitios pegados a las murallas de los poblados o, a diferencia de muchos heroa griegos, en el interior del mismo. Por el contrario, se sitúan en el entorno de vías de comunicación, en los caminos que conducen hacia los oppida, aunque no inmediatamente junto a ellos, o en zonas de acceso a puntos de captación de agua. Los monumentos acotan y domestican el paisaje, justificando a su vez la apropiación de sus recursos por parte de unos pocos. Mientras las murallas comenzaban a delimitar y definir el espacio de los primeros núcleos urbanos, estos monumentos hacían lo propio con el territorio circundante de los mismos. La élite no solo emplea la memoria heroica para moldear el tiempo, sino también el espacio.
Esa semantización del espacio explica además por qué cuando estos espectaculares monumentos cayeron –en Pozo Moro por un terremoto, en Cerrillo Blanco por la mano del hombre– surgen necrópolis en torno a los restos de los mismos. Es decir, las tumbas de los héroes convirtieron sus emplazamientos en lugares simbólicos donde distintas personas decidieron enterrarse durante siglos. Al menos durante los primeras décadas tras la caída del monumento, esto pudo deberse a que la gente, especialmente la aristocracia, buscaba descansar en el mismo lugar que el héroe, quizá en un intento de seguir emparentándose con él o, al menos, para aprovechar el capital simbólico y religioso que esos lugares poseían, aun con los monumentos ya desaparecidos. Incluso en Cerrillo Blanco, donde el monumento se destruyó y sus piezas se ocultaron en una zanja, esto pudo obedecer a una dinámica de resignificación del espacio. Quizá un linaje destronó a otro, destruyó su heroon y convirtió el lugar en una necrópolis; quizá, abatido el monumento, la nueva aristocracia creó un nuevo discurso mítico para aquel espacio, lo que motivó a la que la población se enterrase allí. O simplemente, a pesar del cambio en el poder político, la memoria heroica pervivía y seguía impregnando aquel lugar.
Debido a la escasez o carencia de fuentes escritas para el mundo íbero en general y para esta fase arcaica en particular, comprender diversos aspectos sociales no siempre resulta sencillo y son muchas las preguntas que aún quedan por resolver. No obstante, las nuevas aproximaciones a restos archiconocidos y el continuo debate entre investigadores están ayudando a comprender cómo se configura el mundo íbero y sus primeras élites. En su surgimiento, a través de la heroización de personajes –contemporáneos o del pasado–, la erección de impactantes monumentos y la configuración de cuidados programas iconográficos, dichas élites generan y fijan en piedra, a la vista de todos, un relato heroico con el que manipulan el tiempo y el espacio, explicando su carácter semidivino, autóctono y, con ello, su derecho a gobernar.
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